miércoles, 12 de abril de 2017

El precio de la soledad

soledad

Es bien sabido por cualquier profesional dedicado a la psicología que la gregariedad ofrece infinitos beneficios a la especie humana. Sensibilidad, satisfacción, seguridad, cariño y poder son algunos ejemplos.

De ahí que sea de suma importancia saber hasta qué punto la ausencia de compañía, la soledad, puede afectarnos de manera negativa en nuestro desarrollo evolutivo, dado que un gran porcentaje de todo lo que aprendemos en la vida proviene de otras personas (de nuestros padres, profesores, amigos o, simplemente, de desconocidos).

Kingsley Davis cuenta una historia que merece la pena escuchar:

Ana e Isabel eran dos hijas ilegitimas de familia muy poderosa. Debido a la reputación de ésta, se aconsejó mantenerlas en el más terrorífico vacío social. Ambas pasaron los primeros seis años de sus vidas recluidas en diferentes cuartos sin ningún tipo de contacto con el mundo exterior, salvo Isabel que vivía con su madre sordomuda. Ésta se aseguraba se darle a la niña los cuidados alimenticios e higiénicos más elementales, pero no dejo ni rastro de cariño, atención, instrucción o posibilidad de movimiento. Cuando fueron descubiertas, ninguna sabía hablar ni podía moverse. Además, no mostraron ningún tipo de habilidad intelectual y se mostraban apáticas, indiferentes a todo, inexpresivas, temerosas y hostiles con cualquiera que se les acercara, especialmente si era hombre. Tras un periodo de entrenamiento, Ana aprendió a caminar, a identificar colores, a producir frases sueltas y cierta higiene personal. Murió a los diez años. Isabel, sin embargo, consiguió el suficiente desarrollo como para ingresar en el sistema educativo regular, ¿casualidad?

Tras este particular caso, Davis nos dejaría una cita para la posteridad: “la mayoría de los rasgos que consideramos constituyentes de la mente humana no se encuentran presentes a menos que sean colocados allí por el contacto comunicativo con los demás”.

Casos similares, como el de “Víctor de Aveyron”, esconden el mismo mensaje. Después de conocerlos es innegable que para desarrollarnos como personas con una estructura psicológica adecuada necesitamos de la presencia de otros.

Se ha demostrado que el aislamiento, sobre todo si es forzado, es realmente perjudicial y que el apego de la figura materna, el cariño de nuestros congéneres y la compañía de otros son de vital importancia para el desarrollo psicológico de las personas. Ya lo decía Aristóteles: “el hombre es un animal social”.

Diversos autores han incluido el cariño de los otros como un requisito elemental para el desarrollo del niño y lo ha situado al mismo nivel que la alimentación. Debemos tener presente que, si ya es difícil imaginar la vida de un adulto sin ningún tipo de contacto social, es inimaginable que un niño llegue a ser adulto sin el concurso de otros adultos.

Cierto es que el apego con la madre no dura de por vida, sino que se va diluyendo según pasa el tiempo. Sin embargo, lo que permanece en nuestro interior es la vertiente emocional: la búsqueda de apoyo y compañía, el contacto social, el reconocimiento y el cariño cuando lo necesitamos.

Al satisfacer nuestras necesidades de supervivencia nacen en nosotros otro tipo de necesidades igual de importantes, las necesidades sociales.

En suma, todo se reduce a una sola idea. Nuestra imperiosa necesidad de estar acompañados obedece nada más y nada menos que al hecho de que no podemos alcanzar la mayor parte de las metas de nuestra vida sin la ayuda de otras personas. Dichas metas van desde aprender lo básico (andar o hablar), hasta, por ejemplo, cumplir el mayor sueño de nuestra vida. Y esto no es un capricho, todo nuestro mundo y nuestra idea de cómo es el mundo funciona gracias a que existen más personas como nosotros y eso, entre otras cosas, favorece nuestra supervivencia. No es que queramos, es que necesitamos desesperadamente hallarnos en presencia física de otros.

Photo Credit: adolescente sólo via Shutterstock

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