Mujer, de entre 12 y 25 años, que inicialmente preocupada por su aspecto entra en el universo del trastorno alimentario de la mano de una dieta (en el 80% de los casos).
Las cifras son claras y dibujan, año tras año, un mismo perfil. Esto no quiere decir que la enfermedad se olvide del sexo opuesto, pero los porcentajes son más que rotundos: 95% de mujeres, frente al 5% de hombres.
Puestos los datos sobre la mesa, lo más alarmante es la edad de inicio en el trastorno alimentario. En este caso, el baile de cifras es tan amplio como escalofriante y muy poco alentador: cada vez se detectan más casos de anorexia infantil, con pacientes que tan sólo alcanzan los 9 años.
Perfil mental
Dicen de nosotras que somos personas con alto nivel de auto exigencia y de baja autoestima. Una combinación letal y difícil de sostener para cualquier mente que no haya alcanzado la madurez.
Los estudios son extremadamente precisos en lo que a nuestra mente se refiere, aproximándose a nuestra psique con la eficacia de un microscopio de alta resolución. Por eso añaden una larguísima retahíla de rasgos mentales que nos dejan indefensos ante el envite de una enfermedad como la anorexia.
Pendientes de la opinión de los demás, con tendencia al estado depresivo, ansiosas, con dificultad para las relaciones personales y de pensamiento obsesivo, son sólo algunas de las características más comunes que completan el espectro mental del enfermo.
¿Soy la paciente ideal?
Sin lugar a dudas, sí. Una de ellas… aunque para ello, debo remontarme 29 años atrás para encontrar una niña de 14 años que vivía con angustia no sentirse igual resto de chicas.
Todavía sin la regla, sin curvas, sin pecho incipiente y con la terrible necesidad de que los chicos le dijeran cosas, igual que a sus amigas. No acostumbraba a salir, así que en un colegio de chicas era complicado que un solo chico se fijara en mí.
Verano de 1986. Acabé el curso tranquila, como todos los años, pero con una asignatura pendiente que me hacía sentir realmente inútil: salir con un chico para poder contarlo, como hacían mis amigas. No sabía cómo hacerlo y una mezcla de vergüenza y rubor me hizo tramar un plan con el que estaba segura conseguiría mi objetivo: tenía que estar tan potente como yo veía a mis compañeras.
Empecé a pensar en la posibilidad de hacer dieta. Un pensamiento fugaz que fue cogiendo fuerza con el paso del tiempo. ‘No se fijan en mi porque no soy guapa y estoy gorda. Muy gorda’, fue el argumento que elaboré para defenderme de mi misma.
El detonante
El detonante, la visita en casa de una amiga de mi madre que desafortunadamente comentó: ‘se está poniendo hermosota la niña ¡mira qué culo y qué piernotas!’. No hizo falta más.
Fue oír la frase y un bofetón me dejó catatónica y con la respiración entrecortada. Sobre la mesa, el argumento que durante más de 20 regiría mi vida: ¡estaba gorda y había que solucionarlo!
No planteé en casa la posibilidad de hacer dieta porque creí que mi madre se negaría (siempre fui una niña menuda y delgada), así que una noche probé ir al baño después de cenar. Tocaba salir y nada mejor que hacerlo con la conciencia tranquila de haber hecho las cosas correctamente (como yo creía, claro).
Sin premeditarlo me arrodillé frente al inodoro, como si toda la vida lo hubiese hecho. Fue la primera de incontables ocasiones. Nunca antes había pensado en el vómito como solución, o como mínimo no soy consciente, por eso creo que fue la reacción más inesperada e inexplicable que jamás he tenido y que más veces he repetido a lo largo de mi vida.
Lo peor que me pudo pasar ese verano fue conseguir el primer ligue de mi vida. Ahí empezó mi cadena perpetua. La idea de estar delgada se afianzó en mí de tal manera que nunca más pude entender el éxito sin la delgadez, ni la delgadez sin el éxito. Acababa de descubrir el binomio perfecto y premeditada y alevosamente no pensaba compartirlo con nadie.
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